Artículo de opinión de Francisco Blanco, vicesecretario del Área Económica de la Agrupación Municipal Socialista de Gijón/Xixón
La recuperación de la memoria histórica es un ejercicio colectivo, y no el trabajo exclusivo de funcionarios, académicos o historiadores,por el que una sociedad en su conjunto echa la mirada atrás en busca básicamente de dos cosas: verdad y justicia.
Una verdad y una justicia que, en el caso de España, nos han sido negadas durante muchos años y que son lícitamente reivindicadas. Pero no como un ejercicio de revanchismo, no se trata de señalar buenos y malos, culpables e inocentes, ni de legitimar o deslegitimar una u otra opción política. Sino simplemente como una forma de sentar las bases de una convivencia sincera y pacífica, porque no se puede construir el futuro sobre la mentira, el agravio o la iniquidad.
Verdad es conocer la realidad de lo que pasó, y llamar a las cosas por su nombre. No para reescribir la historia, como algunos acusan, sino para recuperarla, para ponerla en el lugar que merece, en vez de ese relato partidario y falaz que durante docenas de años lo ocupó todo: colegios, libros y periódicos, en un intento de legitimar al vencedor y ocultar sus vergonzosos crímenes incluso ante los ojos de sus propios hijos.
Y justicia, justicia son muchas cosas, desde reconocer las pensiones injustamente negadas a los militares o reclutas que lucharon en el bando republicano, hasta exhumar los restos de Franco para evitar la ofensa permanente que supone ocupar un lugar de privilegio entre los huesos de sus víctimas.
Hasta aquí me he limitado a resumir argumentos consabidos. Pero creo que debemos plantearnos un desafío mucho más complicado: hacer de la memoria histórica no solo un instrumento de la verdad y la justicia, sino también un instrumento al servicio de la introspección colectiva como sociedad, algo que nos ayude a conocernos mejor a nosotros mismos, las dinámicas que nos gobiernan y los riesgos que dichas dinámicas pueden acarrear.
Me explico: probablemente una de las frases más manidas en relación con la historia es aquella que dice que “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. La frase suena muy bien, pero alguien nos tendría que explicar cómo funciona exactamente este mecanismo, porque dista mucho de resultar evidente. A la vista de los hechos, no me parece sencillo establecer una relación directa entre conocer la historia y no incurrir una y otra vez en los mismos errores.
Y esto es así, en mi opinión, porque no basta con conocer simplemente los hechos de la historia o el discurrir preciso de los acontecimientos. Lo que realmente necesitamos conocer es a nosotros mismos como seres humanos y las leyes que rigen nuestro comportamiento social, porque, probablemente, si las circunstancias se repitiesen volvería a pasar lo mismo.
Decía Ortega “yo soy yo y mis circunstancias” y, para lo que hoy nos ocupa, creo que esta afirmación es básicamente cierta.
El ser humano no ha cambiado sustancialmente ni en los últimos cien ni en los últimos mil años. Y los horrores cometidos por los nazis, los bolcheviques o durante la guerra civil pueden volver a producirse si se reprodujesen idénticas o parecidas circunstancias.
Por eso, la memoria histórica debe también servirnos para comprender qué caminos no debemos transitar, qué instintos no debemos alimentar, qué agravios no debemos cometer.
Y estos caminos prohibidos, que nos llevan inevitablemente al dolor y el conflicto, no son otros que los de la división interesada de la sociedad en dos bandos, en dos identidades antitéticas, en dos grupos cada vez más alejados y enfrentados.
Los argumentos para la división pueden ser diversos: la nación, la raza, la “casta” o la religión han sido excusas utilizadas eficazmente a lo largo de la historia.
Pero las razones de los que las promueven, de los que incitan al odio y siembran la semilla de la discordia, son siempre las mismas: la búsqueda del poder por una persona o por un grupo reducido de personas.
Por eso, creo que el mejor servicio que puede prestar la memoria histórica a las generaciones futuras es precisamente ese: el de poner en evidencia a los falsos profetas, manteniendo fresco el recuerdo de las consecuencias de sus soflamas.
Porque no nos equivoquemos: charlatanes los ha habido siempre y los sigue habiendo hoy en día: políticos irresponsables que contemplan las diferencias culturales olas injusticias sociales no como problemas que resolver, sino como banderas, como agravios sobre los que construir una identidad política que rentabilizar electoralmente.
La actualidad nos brinda numerosos ejemplos: el nacionalismo catalán, el nacionalismo español, la xenofobia, o la caracterización de la clase política como una casta de parásitos, aliada con los poderosos en perjuicio del pueblo,no son sino construcciones interesadas e irreales, basadas en la mentira y la manipulación, que no tienen otro objetivo que alimentar el miedo y el rencor de unos ciudadanos con otros en beneficio de determinadas opciones políticas.
Por eso, en estos días en los que por fin se exhuman los restos de Franco, quiero aprovechar para revindicar la importancia de la memoria histórica como un instrumento imprescindible para ilustrar las consecuencias que acarrea dejarse embaucar por los que siembran el odio y el rencor. Un instrumento necesario para una auténtica y sincera reconciliación, útil para la convivencia, y ajeno a cualquier intento de seguir ahondando en las diferencias.